DE ORIHUELA Y MIGUEL HERNÁNDEZ
De las raíces de la tierra brotan árboles, cuya altura se eleva y conecta con el cielo. Sus nudos son heridas en el tronco de la higuera de un patio de una humilde casa de pastor, a las afueras de Orihuela. Su retrato sigue perenne ahí, en las huellas de sufrimiento afirmado en unas raíces que siempre han bebido de la tierra. Una tierra pobre y seca que hace batallar al hombre, para sacar alimento de entre las piedras que devoran una tierra yerma y escuálida. Árbol y persona se confunden en el recuerdo, mientras recorres todos los rincones de una casa humilde, con fotos familiares del poeta, pero ante todo hombre, hombre del pueblo.
Llegamos temprano a la ciudad de Orihuela, con el ánimo de disfrutar de su patrimonio, sin ignorar que Miguel Hernández es parte del mismo. Conforme nos acercamos al centro, sobre los pasos de peatones, descansan versos suyos. Igual que hojas sin otoño pisas esos versos que dan alas a tus pies y rápido te conducen a la Oficina de Información y Turismo.
Después de desayunar, recorrer iglesias, catedral y conventos, plazas, calles, las fachadas de unos rostros absortos en su rutina diaria… (la vida no se detiene y nos vive). Por eso, mientras abre al público, tras el recreo, el Colegio Diocesano de Santo Domingo, nos aventuramos en el palmeral que siembra, a un lado de la montaña, un parque moribundo que vuelve poco a poco a la vida.
El sol de mayo va derritiendo velas de sudor en nuestra frente, y buscamos la sombra y el fresco del Colegio Santo Domingo, considerado el Escorial del Levante. En la capilla no cupo lugar a la decepción: el monumento eclesial más sobresaliente del día. En el pequeño museo nos enteramos de que nuestro protagonista fue alumno allí.
Al salir, la Casa-Museo de Miguel Hernández, una casa de pueblo, tiene las puertas abiertas a todo el mundo. Entras con las manos vacías, y sales con el corazón lleno, porque la sencillez tiene valores inabarcables al dinero. Las habitaciones, el mobiliario, los utensilios de las labores de la casa y del campo, me retrotraen a mi niñez en casa de los abuelos. Salgo al huerto y, de entre los árboles, esa higuera preñada de nudos, igual que cicatrices, me emboba. Tantas heridas me hace entrar en el hueco de la memoria de un ensimismado Miguel, con los mismos sufrimientos que esa higuera atados al tronco de su alma.
Abandonamos la casa repletos de los momentos íntimos de un Miguel, para llenarnos con la labor social y cultural del otro que nos infunde el Centro de Estudios Hernandianos, vecino a la casa: obra, fotos, panfletos,..
El sol, justiciero, nos va empujando a empellones hasta buscar la sombra en el antiguo casino, que hoy alberga bar y restaurante con que contentar a los turistas, que poco a poco van huyendo del sol de la tarde y del hambre que atenaza las piernas cansadas. El lugar tiene el encanto de época de finales del XIX, principios del XX. ¡Qué agradable el contraste de su fresco! Pero también te hace pensar en el contraste de la gente acomodada de la ciudad frente al espíritu de entrega ,a los desheredados, del poeta.
El descanso nos permite encaramarnos el seminario que domina la ciudad desde la montaña. En el camino , dejamos un refugio de la Guerra Civil, y, un poco más arriba, una casa antigua espectacular: el Palacio de Ruvalcaba. Pero seguimos subiendo hacia un barrio humilde y del pueblo ( el Barrio de San Isidro), en el que nos apabulla el mejor homenaje a Miguel de su pueblo: han cedido lo más preciado que tienen, sus casas, para realizar murales que inmortalicen a quien dio todo por los suyos.
El día cedió con su cansancio, y “Riéndose, burlándose con claridad del día/ se hundió en la noche el niño que quiere ser dos veces.” Abrazado a estas palabras de Miguel Hernández, dejo descansar su recuerdo.
© de Nalimo Gutiérrez